Del cuidado de las plantas

A comienzos de junio
las primeras semillas germinaron.

En la terraza del tercero izquierda,
una mujer remueve con sus manos
de embarazada, tierra nueva y fértil.
“Santiago nacerá cuando estas plantas
hayan ya florecido”, piensa Isabel en alto,
y a alguien se le ocurre
bautizar las macetas
con nombres como Bob o Sherezade.

“Cuida bien de las plantas.
Que no les falte agua,
e intenta que también les de la sombra
cuando apriete el calor.
Buen verano, vecino.
Nos vemos en septiembre.”

Las plantas florecieron
a mediados de julio.
Con el verdor de las primeras hojas,
de los primeros brotes despuntando,
así volvió el amor,
despacio y sin ruido,
y entró en la casa nueva iluminándola,
haciéndola creíble,
canción y desafío,
tomando su terraza y sus rincones
con confianza y familiaridad,
la misma confianza
de quien reaparece en nuestra vida
después de un largo adiós.

En verano se pactan las derrotas
y se detiene el tiempo
de los enamorados.
Y por eso es posible
que agosto no existiera
en ciertos calendarios
más allá del amor, y que las plantas
se quedaran enanas y amarillas,
escasas de cuidados,
quemadas por el sol.

En septiembre los días reivindican
la luz cercana del otoño. Bajo
la claridad de sus amaneceres
los amantes rubrican
indefinidas treguas,
temporales contratos
del corazón. Descienden los termómetros.

Coincide que intimamos con las lluvias
primeras de septiembre. Tú
no dejabas de hablar
del futuro perfecto que deseas,
del futuro perfecto,
un tiempo indeclinable
pero tal vez real.

Las plantas, con las lluvias, cogollaron.
Contemplando el milagro
de repente me hablaste
de tus cuarenta nombres,
de tus cuarenta vidas,
tus cuarenta ladrones del pasado.
Y yo te supliqué que me nombraras
capitán de ladrones,
Alí Babá de un sueño submarino.

Y así pasó el verano.
Los vecinos volvieron a final de septiembre
con su niño en los brazos,
e Isabel se alegró de que las plantas
estuvieran con vida
pues cuidarlas, parece, no es sencillo.