Un jinete de fuego cabalga por la noche
y persigue el destello dorado de aquel broche
de mujer. Un castillo sin foso se levanta
entre torres gigantes y un bloque que abrillanta
y pule su fachada con sueños de cristal.
Oculto en el castillo está el Santo Grial.
El loco caballero, eterno enamorado
de una mujer que escapa temblando de su lado,
saltando las paredes con ojos soñadores
ya imagina la lucha, bajo los cenadores,
contra los cien guardianes del sagrado tesoro
que mueren desangrados por su espada de oro.
Pero al trepar los muros de ese antiguo convento
el Amadís resbala y cae con un lamento
entre los mil zarzales de un jardín en ruinas
donde rosas silvestres florecen asesinas.
El hombre del subsuelo recobra la conciencia
y se marcha asustado de su propia demencia
por calles y avenidas de la ciudad moderna
para esconder su hazaña fútil en la taberna.
Allí la camarera, que ya bien le conoce,
le sirve vino tinto esquivando algún roce
de este nuevo Quijote. Él se apoya en la barra,
contempla a su doncella, y con dolor nos narra
su mísera existencia, su vivir callejero
y añora aquellos tiempos en que fue caballero.
¿No echaría aquí en falta el «desocupado lector», una sencilla dedicatoria al susodicho caballero que de su mísera y lejana existencia, muy pocos conocen?