Es martes por la noche. En la plaza de Oriente
la muchedumbre baila. Y baila el presidente
disfrazado de pueblo, y ríe el comandante,
y el empresario cede su puesto al traficante
de sueños imposibles, cuando algún desalmado
recita aquellos versos de amada con amado
y el cura lo festeja blasfemando en francés.
Hoy todos olvidamos que el mundo está al revés.
Es martes por la noche. Termina el carnaval.
Se van formando grupos frente a la catedral
para beber la sangre consagrada del hijo
mayor del carpintero, que tiene un crucifijo
tallado por el padre en su culo pequeño
de niñito Jesús. Rescatada de un sueño
una vieja preñada con mirada de muerta
hacia a mi se aproxima. Con su gran boca abierta
-donde florece un diente, podrido testimonio
de su antigua hermosura- me pide en matrimonio.
Una mano arrugada se posa en mi barriga
y no puedo evitar que mi débil vejiga
provoque un gran diluvio en las rojas enaguas
de la vieja, quien gime, se cree que ha roto aguas
y se muere en mis brazos. De su oreja derecha
nace un niño eructando. Se extiende la sospecha
de que ha vuelto a la vida Gargantúa el Gigante,
con cien kilos de peso y la pose elegante
de los grandes señores. El pueblo se alborota.
Todos quieren tocar al nuevo compatriota,
y un obispo avispado se encarga del bautizo
con cervezas y vinos y ristras de chorizo
que Gargantúa devora con la ferocidad
de algunos animales en su primera edad.
La fiesta se engrandece. Renacen los insultos
alegres y grotescos, ordinarios y cultos
que recuerdan un tiempo de risas, de canciones
y amores consentidos de reyes con bufones.
Una monja novicia, disfrazada de fruta
del edén, de mi brazo se cuelga y resoluta
me conduce a la Peña de los Enamorados.
Suplica que la pele. Yo le doy tres bocados
y su joven sonrisa indecente me advierte
que es hora de dejaros. Seguid bailando. Suerte.