Introducción
Cuando por fin me dejaron
-pasada la noche buena-
tuve que mudarme rápido
a un estudio que mi ex-suegra
alquilaba por el barrio
donde trabajo. Centenas
de euros que la mala bruja
me cobrare sin dilema.
El estudio…un estudio,
entre cueva y ratonera
pero con patio andaluz
y seis bellas damiselas
que sus trapitos diarios
en los tendederos cuelgan.
(¡Tiradme bragas, vecinas,
que iré yo a recogerlas!)
Entre tanta picardía
alguna oculta belleza
ahora baja cada tarde
para la siesta. Y se queda.
Se queda porque en su casa
ningún príncipe la espera
y llega triste cantando
las soledades eternas.
“Ven, morena, a mi regazo
y cuéntame así tus penas,
que con tu duelo y el mío
podremos montar verbena”.
“Si yo te cuento, vecino,
lo que me aflige y me enferma,
el pasar aquí las tardes
tal vez fuera tu condena”.
“No temas, que tras tus cuitas
te cuento yo mis flaquezas
y juntos nos libraremos
de recuerdos que encadenan”.
“Pactemos las condiciones,
no te me pongas poeta
que ni busco yo la rosa
ni seré tu rosa nueva.
De nuestra vida presente
ni charlas con la portera;
de nuestra vida pasada
lo que cada cual pudiera
contar. No intercambiaremos
los datos que sean de agenda:
ni los perfiles sociales,
ni teléfonos, ni horrendas
pequeñas fotografías
que mostrar en las carteras;
estarán mejor las cosas
sin correos, sin correas”.
“Me has dejado sorprendido
con tu sincera elocuencia,
¡y las correas al fuego,
que a mí también me molestan!”.
“¡Calla!, y déjame que siga
hablándote de otras reglas
como la de no pararte
si por la calle me encuentras,
ni mirar a mi ventana
con ojillos centinelas.
Nos veremos cada tarde,
a la hora de la siesta,
lo que en esas horas pase
entre nosotros se queda”.
Y así dejamos hablado.
Lo que desde aquí se cuenta
lo narramos juntamente:
“Yo, la Vecina”. “El Poeta”.
I
La Vecina
Verás, amigo, que aparece a veces
en los seres humanos, la tendencia
a dejarnos llevar a las derivas
en cuestiones de amor. Y que por más
que una tropiece, y caiga,
se levante, y suplique que no traiga
el futuro ningún otro fracaso,
vendrá siempre uno nuevo que con creces
logrará superar al anterior
en lo bueno, y acaso
también en lo peor.
Después de haber perdido la inocencia
en sus innumerables acepciones,
solo quiero contarte mis pasiones
bebiéndome este Chivas
que comparto contigo,
pidiéndote que escuches lo que digo
hasta el fin del relato,
pues bien sabrás que la curiosidad
mata y remata al gato.
Que habiéndome embarcado
en más de cien amores,
y habiendo prometido
con cada uno de aquellos
no cometer idénticos errores,
de mala gana incumplí lo pactado
a costa de un buen chico del gimnasio
-natural de Alicante-,
que fue mi último amante
y huyó despavorido
cuando añadí nefandas tropelías
a mi ya larga lista de dislates.
Se llamaba Gervasio,
el de los ojos bellos.
Cumplió veintidós años y diez días
cuando le agasajé con disparates
que antes jamás en mí sobrevinieron:
en una discoteca
le derramé una copa por encima,
y a un chico que bailaba en la tarima
con seductora mueca
me lleve a los servicios;
las cosas que en el tigre acontecieron
son los más tristes vicios
que en mi mediana edad había antes hecho.
Ya ves, no saco pecho
por ello, mas tampoco he de ocultarlo:
prefiero con llorarlo superarlo.
No, tranquilo, no pasa nada. Tengo
muy fuerte el corazón. Lo que me apena
es no poder cambiar lo que yo soy
y así tener que darle la razón
a quien en mi afección
me rinde. Siempre afirma que la gente
por sus actos merecen su condena
o disfrutar de honor y de abolengo
en tiempos sin valores como es hoy.
Valiente gilipollas. Es urgente
dar de baja su ausencia;
no es de fiar aquel quien da cabida
a que yo, por herencia,
mantenga mi carácter de por vida.
Sin embargo lo añoro: sus costumbres,
saber hacer reírme en los momentos
duros, en mis caídas anímicas.
Me gusta la pasión con que se entrega
en la cocina: friega
dos veces todo, inventa sus recetas
y compra los mejores alimentos.
Sabe bien que una de mis pesadumbres,
la principal de mis características,
es ser meticulosa; qué rabietas
si algo no está bien puesto,
un frasco mal cerrado.
Y cómo me molesto
si le resta importancia a mi cuidado.
Ya ves, no es que agradezca, ni que niegue
mi terrible adicción al orden. Pero
¡hasta en eso mi Apolo me ayudaba!:
primero soportando mis rarezas
sin buscarle las piezas
al tetris; y después colaborando,
haciendo cada cosa con esmero,
con un amor que puede nunca llegue
a volver a encontrar. Mas yo husmeaba
volátiles excusas pululando
en las conversaciones
para sacar mis prontos,
exaltar mis pasiones,
y acabar discutiendo como tontos.
Me sienta mal beber, aunque sea poco.
Empecé muy temprano, con diez u once,
probando los licores que mi padre
sacaba en las visitas importantes,
de cenas abundantes
– sobre el mantel candelabro de bronce- ,
y mi madre luciendo sus sombreros,
sus ridículas poses, su descoco,
como perra inquiriendo quien le ladre
y la saque de sus atolladeros,
con esos falsos aires
de dama y protocolo,
y soltando desaires
con ínfulas de Carmencita Polo.
Con mi hermana la mayor, a escondidas,
cuando ya los adultos olvidaban
la existencia de niños, nos cogíamos
del mueble la botella del deseado
liquidillo dorado
y nos metíamos en el despacho
de mi padre. Recuerdo que nos daban
después del primer trago, sacudidas
pequeñas, titilantes; y leíamos
ciertos libros que causaban empacho,
emitiendo risitas
de tono vergonzante,
rubor de señoritas
con un ardor terrible y sofocante.
Un mal día mi madre, las botellas
limpiando, comenzó
a sospechar. Trazó una marca sobre
el preciado elemento,
y esperando el momento
un domingo durante la comida
echó a mi padre en cara
– la trampa era para él-
su vuelta a la bebida.
El buen hombre, aturdido, rechazó
la acusación, pero se olió el pastel
y me miró muy serio. “Fueron ellas”,
sabía que enunciaba la preclara
mirada de aquel pobre
que llamando neurótica a su esposa
salió del comedor, y como losa
de cementerio se encerró en sí mismo
por no caer sombrío en el abismo.
Era del año la estación del frío,
un febrero polar amenazante.
Aprovechando que la tarde duerme,
de puntillas me acerco al mueble-bar.
Segura en mi actuar
llevo el licor al cuarto donde sueña
mi hermana. Con cuidado, con un guante
para no dejar huellas, me sonrío,
quito el tapón veloz, y al distraerme
una tos de la casa -contraseña
que mi madre utiliza
cuando va a levantarse-,
por mis manos desliza
el cierre de cristal. Y a santiguarse.
No fue ni la paliza ni el castigo
con que mi madre condenó la hazaña
lo que más me doliera,
sino que señalara a quien no tuvo
nada que ver, mi hermana, quien culpable,
con un gesto admirable,
se declaró para evitar azotes
sobre mí. Bien sabía de la saña
que gastaba mamá para consigo.
¡Y cómo atormentaba aquel callar
de un padre sin lugar!
Por eso, aunque quisiera,
no puedo perdonar a quien mantuvo
sin mover sus bigotes
tan cobarde actitud ante el ultraje,
que si un hombre consiente la tortura
de su progenie con sandez de paje
con su conciencia irá a la sepultura.
Tengo que hacer un descanso
porque me vence el dolor
causando tal amargor
que hasta de hablar ya me canso;
cuenta tú, pues, con franqueza
que a escucharte me dispongo.
No dudes de mi entereza
que en el llorar no hay rareza
y enseguida me repongo.
El poeta
Infancia: son imágenes de playas
de invierno, de una casa de verano
en pleno monte, de la escuela pública
y un gris aprendizaje de cristiano.
Nunca fui de conquistar atalayas,
ni haber hecho recuerdo cosa impúdica.
La familia: república
de mujeres pacientes,
consejeras, valientes,
encubridoras, fuertes, más modernas,
más clásicas, perennes –casi eternas-,
sabias, sensibles, fotos sin encuadre,
todas buenas, con piernas,
primas, tías, abuelas y mi madre.
Hubo además un padre, un abuelo
y un yayo, ciertos tíos que vivían
lejos y un holandés que fuera errante.
Y tres primos que no me conocían.
Adolescencia: fue primero vuelo
a ras de suelo, tímido, cambiante;
después fue más vibrante,
con noches extranjeras
y dulces camareras,
y el glamor de la Costa en los ochenta;
noches de espera paterna, tormenta
por regresar a casa a ciertas horas,
oliendo a hierba menta
y ron de dama-noche con auroras.
Juventud: vino frívola primero,
con una vil mudanza malquerida,
vivir en la ciudad, dejar mi gente
-ningún amor llevaba por herida,
nada me retenía por entero;
pero yo me sentía incompetente
para un nuevo presente
con la ausencia del mar,
la familia, charlar
con los amigos, caminar de noche
por la arena, vestirme de fantoche
en carnaval-, dejar la libertad
en el camino: un broche
amargo a mi primera pubertad.
Después y hasta el presente en el que hablamos,
me he enamorado algunas noches y he ido
dos veces al sagrario de la arcadia,
mas la felicidad no he conseguido.
Tuve un aborto, un hijo al que amo –vamos
juntos al bosque donde el agua irradia
y donde el viento radia
un manantial de luz
y la música azul
del riachuelo-, adoro, imploro, añoro,
evoco, anhelo y tantas veces lloro.
Lo demás escribir, vivir la vida
sin dama y sin tesoro,
esperando a que llegue la partida.
De la herida final, como a Pessoa,
desasosiego solo me ha quedado
porque quien en su vientre tuvo a mi hijo
por las dunas de un aire enajenado
se fue. No es que la rabia me corroa
por no haber descifrado el acertijo,
ni tampoco me aflijo
-aunque me decepciona-
por la horrenda encerrona
con la que me botó del paraíso.
Lo que me causa este dolor inciso
es mi única obsesión y mi quimera:
conquistar su permiso
para ver a mi niño cuanto quiera.
El tiempo que vivimos, como todos
los tiempos de una vida, sobrepasa
a nuestra percepción y expectativa
del mismo. Bien lo sabe quien fracasa,
deja de ser quien fue y con malos modos
juega sucio. Tomar la iniciativa
con paciencia, inventiva,
con mucha mano izquierda
y sin tensar la cuerda
es la mejor manera de afrontar
el abusar de quien perdió el lugar
en este mundo, quien tiró el futuro
a la hoguera del odio incandescente,
como fruto maduro
al que vemos pudrirse lentamente.