
Siempre me ha gustado la granadina plaza de Bib-Rambla. Por eso la elegí como lugar de entrega y recogida de Pablo los fines de semana que está conmigo. No por la plaza en sí, ni por su fuente o sus puestos de flores –a la hora pactada para los des-encuentros siempre están cerrados-, ni por sus cafés con terraza, ni por sus árboles, ni por sus bancos, ni por su luz y luminosidad, ni por la multitud que en ocasiones la puebla –esos días, como por ejemplo los del Corpus o por Navidad, prefiero no acercarme a ella-, ni tan siquiera por la historia que ha ido acumulando a lo largo de los siglos, aunque me interese. Tampoco me atrae porque la espera en ella se haga más agradable o porque su amplitud nos libre de esa sensación de desesperanza que a veces asalta las entrañas de quien solo ha quedado. Como bien escribiera el poeta Javier Egea “Todas las plazas tienen olor a espera”, así que para evitarla (la espera), hasta ahora siempre he llegado puntual a mis citas en Bib-Rambla, al igual que la madre de mi hijo. Yo, desde muy niño, siempre he aplicado el principio del carpem diem pero en su máxima expresión: tratando de aprovechar el tiempo del que dispongo para mí hasta el último segundo. Lo mismo daba que se tratara de coger un avión, acudir a una primera cita o de salir de casa para ir al cole; siempre calculo las distancias para llegar justo a la hora en la que necesito estar en los sitios. Y no tener que esperar.
Así que lo que más me gusta de esta plaza no es ninguna de las cosas que he mencionado anteriormente, sino sus múltiples accesos. De memoria contabilizo doce, por todos los puntos cardinales: algunos que dan a calles principales; otros que te dejan clavado frente a la catedral. Pero mis favoritos son los que dan al zoco, porque te permiten perderte cruzándolo a través de sus tiendas y sus estrechos pasadizos en paralelo, para desembocar en pocos segundos en la comercial calle Zacatín, frente al Corral del Carbón y desde allí imbuirte con el resto de los transeúntes hacia cualquier destino. Y aunque hace solamente dos meses desde que Seaandsun me exigiera que nos separáramos y aún llevamos pocas ocasiones con esta rutina, Pablo y yo ya hemos establecido como un juego los momentos en que tenemos que despedirnos, de manera que nos resulten menos difíciles. Se trata de aparecer cada día por una entrada diferente, imaginándonos por cuál de ella nos esperara su madre y su santa compaña para así intentar nosotros verlas sin ser vistos, y a ser posible pillarlas por detrás, la única vez en que yo me quedo mirando confiadamente hasta que Pablo llega y les intenta dar un susto. Entonces, tras ver por un fugaz instante sus caras de sorpresa y sonreírme, doy media vuelta y desaparezco. En cambio, cuando las encontramos o las vemos venir de frente, le digo a Pablo que corra hacia ellas, aguardo camuflado por los puestos de flores, me aseguro de que están juntos y me voy. Por supuesto, todo este juego –además- me permite no tener que encontrarme con la madre. Es pronto y aún duele. Y es una pena no poder ni verte.
…un juego para niños de un adulto que hace dulce la realidad doliente; Pablo te lo agradecerá y cuando sea adulto…jugará a ser niño para afrontar la realidad de vivir y endulzarla como así lo hacía su padre. Valiente tarea.