
Ayer, de vuelta del trabajo, me encontré por casualidad en la plaza Nueva -por donde paso cada día- a un amigo del colegio con quien todavía mantengo contacto, sobre todo por teléfono -aunque nos vemos al menos un par de veces al año- ya que mi amigo sigue viviendo en el pueblo azul de mi infancia, donde yo voy cada vez menos y donde él –me cuenta- después de llevar ya más de quince años trabajando para el Ayuntamiento, se ve con la amenaza de un ERE sobre sus espaldas y las de 300 trabajadoras y trabajadores más. “El pan de cada día -me dijo-, que me puede tocar a mí”. Después de contarme lo suyo y algunos chismorreos más del pueblo, me preguntó mi amigo –quien estaba al día de los últimos acontecimientos de mi vida- que cómo me iba en la casa nueva. Le contesté que vivía en un corral de vecindad.

En Andalucía, corral de vecindad hace referencia a una casa con varias viviendas pequeñas unidas por patios y pasillos. Al ver que mi amigo me miraba extrañado añadí que bueno, que seguro que hay sitios peores y mejores sitios, pero que yo estoy contento y me siento muy cómodo donde estoy porque me permite disfrutar de la independencia que da una casa, a un precio sin competencia, como grita algún anuncio por la radio en el momento en el que escribo esto. Como parecía seguir sin quedar muy convencido de mis palabras comencé a hablarle de las excelencias del vecindario, de la privilegiada situación del inmueble, de la tranquilidad de la zona, de la vitalidad luminosa de los patios, de las vistas que tengo, con una casa-palacio nazarí histórica como primera imagen al abrir la puerta de entrada de la mía; porque mi casa, en cierto modo, también tiene algo de palacio.

Como siguiera mi amigo dando muestras de cierta incredulidad supuse que quizás lo que en realidad quería era ver el espacio donde habito. En ocasiones, no nos contentamos con las explicaciones que nos dan sobre algo, no porque no nos las creamos, sino porque la curiosidad casi siempre supera a la certeza. Le invité a acompañarme un momento a casa, ya que tenía que pasar a recoger unos papeles y le hice una última confesión: «Eme, es el mejor de los sitios para auto-domesticarse uno; ya ves, un corral», y sonreí. Mi amigo –que no vive en Granada pero que conoce bien la ciudad porque estuvo estudiando aquí dos cursos- asintió a acompañarme a la primera, pese a que al principio del encuentro me dijo que tenía cierta prisa y que estaba de paso, con el único propósito de entrevistarse con el abogado que ya se había buscado por si lo del despido le tocaba a él; y que por eso ni siquiera me había llamado para decirme que venía: hay ocasiones en las que la mala conciencia aflora en las conversaciones de forma natural e inevitable, lo mismo que la curiosidad.
Le pregunté que dónde tenía el coche con la intención de llegar lo antes posible y así no interrumpir las gestiones de mi amigo, a quien yo había dicho que vivía por el Albaicín; pero éste, recordando sus juveniles tiempos de estudiante, se empeño en subir andando. “No serán más de veinte minutos, ¿no?”, me preguntó. Yo le contesté que en menos de quince llegábamos. “Entonces tardamos más en coche. Vamos andando”. Yo, que llegado a ese punto ya me había fijado en el calzado playero que traía mi amigo, tenía que haberle dicho que sí, pero que en coche teníamos la seguridad de no entretenernos pues el Albaicín, cuando lo habitas, si bien sigue siendo ese laberinto de callejuelas, plazuelas y recovecos que siempre hemos conocido y por el que siempre te puedes “perder”, ahora también conforma el vecindario de uno, y no es raro que a la vuelta de cualquier esquina te topes con un vecino pesado o con alguien a quien no puedes permitirte saludarlo solo a golpe de cabeza; y que así, además, evitaríamos subir por las empedradas calles del barrio con las casi chanclas que traía. Pero conociendo la cabezonería de quien conmigo iba, sabía que sería inútil, que me respondería que por su trabajo él estaba acostumbrado a caminar, que subiríamos despacio, cogería yo lo que fuese, vería él la casa y nos bajaríamos sin entretenernos. “Tengo que estar a la una en el Triunfo”, me dijo. Entonces mire el móvil al tiempo que sonaban las campanas de la catedral. Eran las doce.
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