Creo que desde mi infancia no me había vuelto a plantear si festejar el día de Andalucía o cómo hacerlo, de igual modo que tampoco se me pasa por la cabeza celebrar la Fiesta Nacional de España, también -y tan mal- llamada día de la Hispanidad. Entre mis recuerdos infantiles se encuentra el haber aprendido y cantado en el colegio el himno de Andalucía. Yo comencé la EGB un par de meses antes de la muerte de Franco. Recuerdo perfectamente ese día, no porque no hubiese clases, sino porque esa mañana y esa tarde y las siguientes hubo un constante ir y venir de vecinas, familiares y conocidos que querían ver por el televisor de mis abuelos las imágenes de ese señor que acababa de morir, y que mi abuelo decía que era como el dueño de España. Sé que por entonces acabábamos de dejar la casa de alquiler donde vivíamos, frente a una iglesia que se llamaba San José, y que mi madre, mi hermana -que tenía 20 meses- y yo estábamos con mis abuelos por dos razones: una, porque mi padre llevaba dos meses haciendo un curso en Madrid para poder ascender a alférez; y dos, porque faltaba poco para que nos mudáramos a un piso que mis padres habían decidido comprarse cerca del campo de fútbol y de la que sería mi futura escuela, un colegio público con el nombre de Santo Tomás de Aquino. Recuerdo perfectamente aquellos días porque yo mismo me senté durante horas frente al televisor por donde restramitían las imágenes del velatorio y posterior entierro de Franco, una interminable procesión de gente que lloraba, o saludaba, o simplemente pasaba sin mirar. Lo de la tele ocurría en Madrid, donde mi padre estaba haciendo ese curso, y alguien de la familia, seguro que con la intención de mantenerme entretenido en algún momento, me había dicho que igual veía a mi padre porque todos los militares que estaban en Madrid tenían que desfilar ante el muerto. Así que allí me plantaba yo durante horas, delante del muerto, concentradísimo para que no se me pasara ver a mi padre vestido con el traje de gala saludando al general. Al general muerto. Pero la tarea era difícil porque no dejaba de pasar gente, y más gente, y aquello era para mi algo a caballo entre la ilusión y el aburrimiento, lo mismo que cuando en Navidad me sentaba delante de la tele con todos aquellos números de lotería que siempre jugaba mi abuelo, por si tocaba el gordo enterarme yo el primero. Y con esa misma pretendida suerte de hallar entre los miles de rostros anónimos que pasaban por el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid la cara de mi padre, mi firme sentada ante el televisor acabo preocupando a mi abuelo Antonio, quien al fin me dijo que seguramente mi padre ya habría salido puesto que los militares habrían sido de los primeros en acudir. Yo le pregunté a mi abuelo que quien iba a ser a partir de entonces el dueño de España. Y a mi abuelo aquella ocurrencia le tuvo que hacer bastante gracia, porque le dio un ataque de risa que llamó la atención de mi abuela, y mi abuelo no paraba de reir hasta que mi abuela le espetó «¡Tonio, que los vecinos te van a oír y van a pensar que estamos celebrando…!», y entonces mi abuelo soltó uno de esos tacos que en su boca jamás sonaban mal, y se puso serio, y me contó que a partir de entonces en España íbamos a tener un rey que se llamaba Juan Carlos «aunque en realidad el nuevo rey tendria que ser su padre, ese que está ahora en la tele porque…», «¡AnTONIO!», bramó mi abuela desde la cocina, y mi abuelo se levantó de su sillón y se encerró en su despacho. Y para mi acabó lo de la muerte de Franco.
Mi primera escuela se llamaba Colegio Juan XXIII, un negocio familiar que estaba frente a la casa de mis abuelos y del que apenas conservo los recuerdos de aquellos meses de desconcierto nacional y los de la hora del recreo, en la que casi siempre me subía a desayunar a casa. En Juan XXIII hice primero de básica y comencé segundo, hasta que al cumplirse un año de la muerte del dictador por fin nos fuimos a vivir al piso de la calle María Magdalena y me cambié de cole. Así que mi segundo curso lo comencé en una escuela privada y lo terminé en un colegio público. Y de ese curso la primera imagen que se me quedó clavada fue la de mi nuevo maestro, don Bartolome, un hombre serio y enjuto, larguirucho, con grandes cambios de humor y bigote severo que nos iba a acompañar hasta quinto curso, el último año de lo que llamaban primer ciclo de la EGB. Y fue con don Bartolomé, probablemente durante el curso 77-78, cuando por primera vez escuché el himno de Andalucía, en un disco de 45 r.p.m. que el maestro se llevó a clase el 28 de febrero, junto a un tocadiscos que parecía una maleta y que era idéntico al que teníamos en casa. Nos habló de la letra del himno y de su autor, Blas Infante, alguien cercano, nacido en el vecino pueblo de Casares. Nos empezó a contar todo lo que había hecho ese hombre por Andalucía, y a mi no entraba en la cabeza cómo alguien de Casares podía ser importante, ya que los niños de Casares que venían al cole solían ser bastante brutotes hablando ¡si hasta para reirnos de ellos, les decíamos «En Casares, compra pan y no te pares». o «En Casares, cinco huevos son dos pares»!. Pero sí, ese hombre había sido diferente porque estudió, y escribió libros, y habló por primera vez de Andalucía como una tierra libre, y propuso los colores blanco y verde para la bandera, y el escudo con Hércules, y más adelante la letra del himno «Andaluces, levantaos, pedid tierra y libertad, sea por una Andalucía libre, los pueblos y la humanidad.» Así, con esta variante de «los pueblos» en lugar de «España» nos la hizo cantar don Bartolomé los tres 28 de febrero que con él festejamos, y contaba que esa fue la verdadera letra escrita por Blas Infante, quien precisamente lo que defendía desde su andalucismo era la España de los pueblos.
Y a mi hoy, cuando se cumplen los primeros 30 años de la aprobación del Estatuto de Autonomía, me han entrado las dudas sobre si celebrar o no este día porque mi hijo Pablo lleva una semana recitando la letra del himno, primero, y cantándolo depués, aunque con una variante al menos igual de interesante que la de mi maestro don Bartolomé: añadía la preposición «de» tras «sea por una Andalucía libre / (de) España y la humanidad». ¡Liberémonos de España, y ¿por qué no? de toda la humanidad!. Hasta el tercer intento no logré que rectificara (igual no le tenía que haber corregido) y aquí está el resultado y nuestro modo de celebrar este día: un piojo literario y la voz de Pablo cantando el himno de Andalucía. Espero que os guste.