El náufrago

Estando de centinela en la colina

he mirado del lado de Birman y, acto seguido,

me ha parecido que el bosque

comenzaba a moverse.

(William Shakespeare, Macbeth, V, 5)

Observemos al náufrago. Está solo.

Mirad cómo pasea por la orilla

desierta de la isla.

Está solo. Parece

no querer darse cuenta.

Se vuelve hacia la izquierda y no ve a nadie;

se vuelve a la derecha y tiene miedo

porque de la espesura de los árboles

llega la oscuridad del bosque, tiene miedo

porque un ojo sangriento le vigila,

le acecha, le persigue,

se apropia de sus sueños

y es ya la pesadilla del que tiene

por fin mala conciencia.


Se para a meditar.

Él sabe

todo lo que ocurrió minutos antes

de que el barco se hundiera.

Había prometido guiar bien esa nave,

llevarla hasta buen puerto

para llenar con joyas tantas arcas

y, lo más importante,

mantener lejos del abismo

a su tripulación.


Con los primeros truenos corrió a su camarote,

se encerró en la mentira de su sombra,

acobardado por la lluvia

y su propio destino.


Después de la tormenta

despierta sollozando en esa orilla

desde la que nos hace

señales de socorro.


No entiendo qué reclama, con quién habla

– quizás con un fantasma defraudado –

pero sé que esta vez el náufrago del cuento

no merece un rescate.