Casa separada

Dividir una casa

no resulta tan fácil, aunque a veces

sea tan simple como comer percebes

o levantar tabiques.

 

La nuestra era una casa sencillita

y sin embargo grande,

hecha a base de amores,

madera, desamores, tierra y piedra,

plantas y un limonero,

trepadoras rebeldes

y tus flores violetas.

Y una vid. Y una higuera.

En junio las silentes

hormigas invadían la despensa

con igual rapidez con la que un sueño

ocupa nuestras noches

o el Ejército Rojo conquistase un país.

 

Con tu declaración de desamor

tuvimos que pensar en separarnos.

Y aunque hablamos y hablamos

buscando soluciones

no descubrimos nada

para salvar la crisis.

Ni siquiera valían oraciones:

“Señor de los Botines, Gran Mercado:

Permítanme pagar esta hipoteca

sin abusar de tipos de intereses,

con justicia social, con gesto humano.

Y si no devolverles las llaves del inmueble

para que al fin podamos separarnos

mi compañero y yo, y no estar condenados

a compartir tu casa hipotecada

por los siglos de los siglos. Amén.”

 

Así que decidimos seguir viviendo juntos

-tú yacías encima, yo debajo-

mas no como en los tiempos del amor

sino de forma práctica:

tú en nuestro dormitorio de la planta de arriba,

y yo en el sofá-cama de invitados, abajo.

 

No creas, ya no importa.

Conozco la firmeza que sustentan

los muros que has alzado,

e incluso compartiendo

la cocina y los baños,

la entrada y el portazo de salida,

los pasos en la noche, los olores,

me mantendré a distancia

sin mencionar siquiera

los sueños de mis sombras.

Y mientras tanto el niño

no se entera de nada…

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